Alas Clarin, JEZYKI, En espanol, A

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Leopoldo Alas «Clarín»: La Regenta
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Leopoldo Alas «Clarín»
La Regenta
El Autor de la Semana - ® 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales - Universidad de Chile
Edición de textos: Oscar E. Aguilera F.
El Autor de la Semana - ® 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales - Universidad de Chile
Selección y edición de textos: Oscar E. Aguilera F. (oaguiler@uchile.cl)
 Leopoldo Alas «Clarín»: La Regenta
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UNIVERSIDAD DE CHILE
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
El Autor de la Semana
Leopoldo Alas «Clarín»
(1852-1901)
El Autor de la Semana - ® 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales - Universidad de Chile
Selección y edición de textos: Oscar E. Aguilera F. (oaguiler@uchile.cl)
Leopoldo Alas «Clarín»: La Regenta
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Leopoldo Alas
Leopoldo Alas García-Ureña nació el 2 de Abril de 1852 en Zamora, en donde su padre desempeñaba el
cargo de gobernador civil. Comienzó sus estudios en León, en el colegio de los Jesuitas, y desde los siete
años los continúa en Oviedo, la ciudad que sería telón de fondo de muchas de sus obras. Se inicia con
composiciones religiosas y satíricas, y será el único redactor del periódico Juan Ruiz, escrito a mano,
que distribuirá entre sus compañeros de estudios.
Cuando en 1871 el joven Alas asista a la Universidad de Madrid a continuar los estudios de Derecho y
Filosofía que había iniciado en Oviedo, ya ha vivido activamente el estallido del 68, revolución en la que
cree y de la que parte su indudable progresismo. Con sus compañeros Tomás Tuero, Pío Rubin y Armando
Palacio Valdés crea en Madrid la tertulia de la Cervezería Inglesa de la Carrera de San Jerónimo, llamada
también Bilis Club por la agudeza de las críticas que en ella se vertían, y de la que surgirán los tres
números de la revista satírica Rabagás (1872).
Alas reparte su tiempo entre las clases de la universidad (toma allí contacto con el profesor Francisco
Giner de los Ríos, a quien dedica su tesis doctoral), las tertulias y las polémicas del Ateneo.
A partir de 1875 crece su actividad periodística: en esa fecha usa por primera vez el pseudónimo Clarín
para firmar en El Solfeo. También escribe en La Unión, El Progreso, Gil Blas, La España Moderna, etc.
Su periodismo es ágil y atrevido, vertido en sus artículos que a veces llama paliches. Años después, los
artículos de crítica se reunirán en Solos de Clarín (1881), Sermón perdido (1885), Mezclilla (1889),
Ensayos y revistas (1892), Palique (1893) y Siglo pasado (1901).
En 1882 es nombrado catedrático de la Universidad de Zaragoza y al año siguiente pasa a Oviedo,
ciudad en la que causará gran escándalo la publicación de la novela La Regenta (1885), la cual, junto
con Su hijo único son consideradas las dos grandes novelas naturalistas españolas del siglo. Estos libros
retratan de manera inclemente la sociedad provinciana de Vetusta, ciudad imaginaria semejante a Oviedo.
Ese mismo año, 1885, se publica Sermón perdido; su primer libro de cuentos Pipá, se publica en 1886,
al que siguen, Su único hijo (1890), Doña Berta (1892), Cuervo (1892) y Superchería (1892), El señor
y lo demás son cuentos (1892) y el titulado Cuentos morales (1896). En estas fechas Clarín ya había
experimentado un cambio
hacia el espiritualismo, cuando muere en 1901.
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La Regenta
Leopoldo Alas «Clarín»
 
Tomo I
- I -
     La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas
que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los
remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina
en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en
sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se
juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas,
dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta
los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que
se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
     Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla
podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que
retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. -La torre de la catedral, poema romántico
de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis,
aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y
armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba
contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya
aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan
demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores,
elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso,
inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la
piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares,
en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más
pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
     Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y
vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con
estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña.
-Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que
parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad
pequeña y negruzca que dormía a sus pies.
     Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los de su clase, no se sabe por qué,
empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable de la Wamba, la gran campana que llamaba a
coro a los muy venerables canónigos, cabildo catedral de preeminentes calidades y privilegios.
     Bismarck era de oficio delantero de diligencia, era de la tralla, según en Vetusta se llamaba a los de
su condición; pero sus aficiones le llevaban a los campanarios; y por delegación de Celedonio, hombre
de iglesia, acólito en funciones de campanero, aunque tampoco en propiedad, el ilustre diplomático de
la tralla disfrutaba algunos días la honra de despertar al venerando cabildo de su beatífica siesta,
convocándole a los rezos y cánticos de su peculiar incumbencia.
     El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el badajo de la Wamba con una
seriedad de arúspice de buena fe. Cuando posaba para la hora del coro -así se decía- Bismarck sentía en
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sí algo de la dignidad y la responsabilidad de un reloj.
     Celedonio ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba asomado a una ventana, caballero en
ella, y escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela; y si se le antojaba disparaba chinitas sobre algún
raro transeúnte que le parecía del tamaño y de la importancia de un ratoncillo. Aquella altura se les subía
a la cabeza a los pilluelos y les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.
     -¡Mia tú, Chiripa, que dice que pué más que yo! -dijo el monaguillo, casi escupiendo las palabras; y
disparó media patata asada y podrida a la calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle.
     -¡Qué ha de poder! -respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a Celedonio y en la calle le
trataba a puntapiés y le arrancaba a viva fuerza las llaves para subir a tocar las oraciones. -Tú pués más
que toos los delanteros, menos yo.
     -Porque tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande... Mia, chico, ¿quiés que latice al señor
Magistral que entra ahora?
     -¿Le conoces tú desde ahí?
     -Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No ves cómo al andar le salen pa
tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta. Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don
Pedro el campanero el otro día: «Ese don Fermín tié más orgullo que don Rodrigo en la horca», y don
Pedro se reía; y verás, el otro dijo después, cuando ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen
mozo, que bien se te conoce el colorete!» ¿Qué te paece, chico? se pinta la cara.
     Bismarck negó lo de la pintura. Era que don Custodio tenía envidia. Si Bismarck fuera canónigo y
dinidad (creía que lo era el Magistral) en vez de ser delantero, con un mote sacao de las cajas de cerillas,
se daría más tono que un zagal. Pues, claro. Y si fuese campanero, él de verdad, vamos don Pedro... ¡ay
Dios! entonces no se hablaba más que con el Obispo y el señor Roque el mayoral del correo.
     -Pues chico, no sabes lo que te pescas, porque decía el beneficiao que en la iglesia hay que ser
humilde, como si dijéramos, rebajarse con la gente, vamos achantarse, y aguantar una bofetá si a mano
viene; y si no, ahí está el Papa, que es... no sé cómo dijo... así... una cosa como... el criao de toos los
criaos.
     -Eso será de boquirris -replicó Bismarck.- ¡Mia tú el Papa, que manda más que el rey! Y que le vi yo
pintao, en un santo mu grande, sentao en su coche, que era como una butaca, y lo llevaban en vez de
mulas un tiro de carcas (curas según Bismarck), y lo cual que le iban espantando las moscas con un
paraguas, que parecía cosa del teatro... hombre... ¡si sabré yo!
     Se acaloró el debate. Celedonio defendía las costumbres de la Iglesia primitiva; Bismarck estaba por
todos los esplendores del culto. Celedonio amenazó al campanero interino con pedirle la dimisión. El de
la tralla aludió embozadamente a ciertas bofetadas probables pa en bajando. Pero una campana que sonó
en un tejado de la catedral les llamó al orden.
     -¡El Laudes! -gritó Celedonio,- toca, que avisan.
     Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable badajo.
     Tembló el aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía alarde de su imperturbable
serenidad oyendo, como si estuviera a dos leguas, las campanadas graves, poderosas, que el viento
arrebataba de la torre para llevar sus vibraciones por encima de Vetusta a la sierra vecina y a los extensos
campos, que brillaban a lo lejos, verdes todos, con cien matices.
     Empezaba el Otoño. Los prados renacían, la yerba había crecido fresca y vigorosa con las últimas
lluvias de Septiembre. Los castañedos, robledales y pomares que en hondonadas y laderas se extendían
sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos obscuros; la paja del
trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas
todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como espejos. Aquel verde esplendoroso con tornasoles
dorados y de plata, se apagaba en la sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube
invisible, y un tinte rojizo aparecía entre las calvicies de la vegetación, menos vigorosa y variada que en
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